Muy a menudo nos sentimos solos.
Pero siempre hay alguien dispuesto a tomarnos de la mano.
Hay una hermosa historia de una enfermera con exceso de trabajo que escoltaba a un cansado joven a la cama de su paciente.
Inclinándose y hablándole alto al anciano paciente, ella dijo: “Su hijo está aquí”.
Con gran esfuerzo, abrió sus desenfocados ojos, luego lentamente los volvió a cerrar.
El joven apretó la envejecida mano en la suya y se sentó junto a la cama. Durante toda la noche estuvo sentado allí, tomando la mano del anciano y susurrando palabras de ánimo.
Para cuando amaneció, el paciente había muerto. En instantes, el personal del hospital llenó la habitación para apagar equipos y remover agujas.
La enfermera se puso al lado del joven y comenzó a ofrecerle sus condolencias, pero él la interrumpió.
“¿Quién era ese hombre?” preguntó.
La asombrada enfermera contestó:
“¡Pensé que era su padre!”
“No, él no era mi padre”, contestó él. “Nunca lo había visto en mi vida”.
“Entonces, ¿por qué no dijo nada cuando le traje a verle?”
“Me di cuenta de que necesitaba a su hijo y que su hijo no estaba aquí”, explicó el hombre. “Y ya que estaba demasiado enfermo para reconocer que yo no era su hijo, supe que me necesitaba”.
La Madre Teresa solía recordarnos que nadie debiera tener que morir solo. De igual manera, nadie debiera tener que sufrir o llorar solo tampoco. O reír solo o celebrar solo.
Estamos hechos para transitar por el camino de la vida tomados de la mano. Hay alguien listo para tomarnos de la mano hoy. Y alguien anhela que nosotros tomemos la suya. ¡Recordemos aferrarnos los unos a los otros!