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Nos quejamos del trato de los gringos con los migrantes cuando los mexicanos los dejan abandonados en el desierto  

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Opinión por Héctor Loya

Los primeros 1,500 migrantes, de una nueva oleada estimada hasta en 40 mil personas que han cruzado por la frontera sur mexicana últimamente, llegaron esta semana a Chihuahua y fueron abandonados de forma inhumana en un desierto no apto para casi cualquier forma de vida.

A unos 20 kilómetros de la ciudad, lejos de cualquier servicio básico, los agentes de la Guardia Nacional y del Instituto Nacional de Migración pararon el tren de Ferromex en su trayecto a la capital y trataron de obligar a los viajeros a bajarse de los vagones.

Como en cualquier desierto, las temperaturas son extremas. A eso fueron expuestos niños y niñas, algunos incluso con discapacidad; mujeres embarazadas y algunas personas con evidentes señales de que cargaban muchos años a cuestas.

Ni agua ni comida les dieron. Vaya, ni siquiera alguna orientación les brindaron sobre dónde estaban exactamente y dónde podrían buscar auxilio, protección, comida.

En el mejor de los casos, esos migrantes abandonados a su suerte a pocos kilómetros de Chihuahua estarán en la zona urbana para hacer más grande el problema de mendicidad que se observa en las calles; ellos y otros tantos miles más que siguen pasando por la frontera Guatemala-Chiapas.

El problema no es que los extranjeros echados de su tierra por la violencia, el hambre y la necesidad pueblan las calles de las ciudades, sino el lastimoso estado en que se encuentran en ese interminable viaje hacia una supuesta vida mejor, ya sea aquí o en Estados Unidos.

La crisis humanitaria es más grave cada vez, pues en las calles ya no sólo hay adultos jóvenes que piden agua, dinero o comida a la gente, sino mujeres embarazadas y con otras vulnerabilidades, niños con algunas discapacidades y hasta adultos mayores.

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Es imposible para los estados donde están varados correr con la carga en el gasto que implicaría garantizar los derechos elementales de los viajeros. Igual es imposible que alcancen las capacidades de las asociaciones de voluntarios que buscan llevar a los migrantes algo de comida, agua y esperanza.

Si la alimentación, la salud, la libertad y la no violencia, entre otros derechos humanos, no son cubiertos para estas personas, es previsible la ocurrencia de alguna catástrofe humanitaria que puede verse reflejada en muertes y delitos, tanto para ellos como para los habitantes de la ciudad.

La reseña de esta nueva crisis ha reflejado la desesperación de los recién llegados, tanto por ser extorsionados por los agentes federales que les pedían hasta 500 pesos por cabeza para traerlos a la zona urbana, como por quedarse en medio de la nada, sin agua ni comida.

Frustrados por haber sido detenidos, los migrantes relataron cómo han sido víctimas de abusos, robos, detenciones y hasta cobros indebidos por parte de las autoridades migratorias, luego de un kilométrico y peligroso trayecto que los mantiene a expensas de la delincuencia organizada.

La mayor incongruencia quedó reflejada en ese operativo, inaceptable en cualquier país que aspire a un verdadero estado democrático de derecho.

Lo más triste del asunto es que nos quejamos del inhumano trato de los radicales estadounidenses, que ponen boyas con picos en el río Bravo como medida de contención, cuando en México los dejan expuestos en medio de la nada, con depredadores criminales al acecho y sin forma de obtener siquiera un vaso de agua.

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Este caso inhumano debe sumarse a los otros puntos más graves de la migración en el continente; no debería repetirse, en aras de una efectiva protección a los derechos humanos y a la seguridad comunitaria en la ciudad.

Pero así es, de ese tamaño es la gravedad de lo ocurrido y, lo que es peor, es el anticipo de una catástrofe mayor que podría venir en los siguientes días.