Phoenix (AZ), 15 dic (ELINFORMADORUSA/EFEUSA).-
Lo habitual es que los migrantes se reúnan con sus allegados una vez están en EE.UU., pero Bol y su hija, Adriana Noemi, de 2 años, se vieron desamparadas cuando sus familiares rechazaron brindarle ayuda por temor a represalias de las autoridades migratorias.
Héctor Ramírez, el pastor de la Iglesia Cristiana del Buen Pastor, en Mesa, explica a Efe que «Vicky», como la llama cariñosamente, llegó en muy mal estado, junto a su hija, que en ese entonces tenía poco más de un año y presentaba un severo cuadro de asma.
«Cuando llamamos a su cuñado dijo que no la podía recibir porque ya estaba casado con otra mujer y se negó rotundamente, y una sobrina en Nueva York también se negó porque estaba casada con un ciudadano (estadounidense) y temía que le perjudicara en su proceso», relata.
Ramírez recuerda que todo aquello supuso un «trauma muy serio» para la guatemalteca, quien «no paraba de llorar».
Cuando vieron la desesperación de Bol, decidieron brindarle protección en su iglesia, y desde entonces la joven madre, de 23 años, pudo salir adelante sin la ayuda de sus familiares.
La migrante asegura que fue en la iglesia donde encontró su nuevo hogar. Ya no extraña Guatemala; atrás dejó una vida dura y dice que ahora su «familia» son el pastor y los buenos samaritanos que la ayudan desde comienzos de año.
«He tenido una historia muy larga de violencia y tristeza allá (en Guatemala); aquí estoy feliz porque tengo a mi hija y fue aquí donde encontré el apoyo que no me dio mi país, ni mi familia. Este es mi nuevo hogar», dice a Efe la joven oriunda de San Luis Petén.
Debido a que aún no cuenta con su permiso de trabajo, por más de ocho meses ha vivido en la Iglesia Cristiana del Buen Pastor y en casa de sus «padres adoptivos», como ella se refiere a una pareja que temporalmente le abrió las puertas de su hogar.
La guatemalteca alterna su vida entre la iglesia y las casas que la acogen, donde ayuda en las labores domésticas, pero el mayor tiempo posible lo dedica a aprender inglés, ya que quiere dominarlo para poder ayudar a su hija cuando esta tenga que hacer las tareas escolares en un futuro.
Con lágrimas en los ojos, Bol se pregunta por qué arriesgó tanto por llevar a Estados Unidos a su hija, pero pronto se responde a sí misma y dice que lo hizo para que la pequeña no sufriera lo que ella pasó.
Recuerda todos los retos que tuvo que vencer para llegar a Estados Unidos: fueron días en los que tuvo que caminar por el desierto sin probar alimento y enfrentar los peligros del río Bravo.
Cuando cruzaba con su hija en brazos los fuertes caudales del río nunca dejó de pensar: «Si me muero, que me muera con mi hija para que no sufra». Y esa fuerza de querer dejar atrás una vida de abusos es la que la mantiene en Arizona viviendo de la caridad de las personas.
Luego, vivió el «trauma» de ser recluida en un Centro de Detención en Arizona por ocho días con un nivel de desnutrición severo y con su hija enferma de gripa.
«Casi no nos daban de comer, yo dejaba de comer por darle de comer a mi hija, porque es lo más importante que yo traía. Mi niña sufrió más porque venía enferma», dice.
Todo mejoró cuando llegó a la iglesia de El Buen Pastor, y no olvida un simple caldo de pollo que le dieron al llegar, su primer alimento en condiciones en mucho tiempo.
Bol tuvo su cita en una corte de migración el pasado martes y le dieron una extensión de un año y medio en Estados Unidos y está a la espera de recibir un permiso para poder trabajar.
Mientras tanto estudia inglés, ayuda a todos los que la acogieron y ve la televisión, donde ha visto las noticias de las personas que han perdido la vida en su intento por cruzar el río Bravo y se acuerda del peligro que ella misma y su hija corrieron al cruzar la corriente.
«Hacía un friazo y un guía solo nos dijo crucen y van a pasar al otro lado. Ya ni vi quién se quedó, el que se quedó se quedó», señala.