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El abrazo del oso

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En su corazón de Padre, reinaba la alegría y los sentimientos de amor que brotaban a raudales dentro de su ser. Un buen día, le dieron ganas de entrar en contacto con la naturaleza, pues a partir del nacimiento de su bebé, todo lo veía hermoso y aún el ruido de una hoja al caer, le sonaba a notas musicales.

Así fue que decidió ir a un bosque; quería oír el canto de los pájaros y disfrutar de la naturaleza. Caminaba plácidamente respirando la humedad que hay en estos lugares, cuando de repente vio posada en una rama a un águila, el cual, desde el primer instante, lo sorprendió por la belleza de su plumaje.

El águila también había tenido la alegría de recibir a sus polluelos y tenía como meta llegar hasta el río más cercano, capturar un pez y llevarlo a su nido como alimento; pues tenía la gran responsabilidad de criar y formar a sus aguiluchos, y enseñarles a enfrentar los retos que la vida ofrece, era su único objetivo.

El águila, al notar la presencia del padre, lo miró fijamente y le preguntó:
– ¿A dónde te diriges, buen hombre?, veo en tus ojos la alegría.

El padre contestó:
–    Es que ha nacido mi hijo y he venido al bosque a disfrutar, y a pensar como cuidaré de mi hijo.

El águila pregunto:
– ¿y qué piensas hacer con tu hijo?

El padre contestó:
–  Ah, pues ahora y desde ahora, siempre lo voy a proteger, le daré de comer y jamás permitiré que pase frío. Yo me encargaré de que tenga todo lo que necesite, y día con día yo seré quien lo cubra de las inclemencias del tiempo; lo defenderé de los enemigos que pueda tener y nunca dejaré que pase situaciones difíciles. No permitiré que mi hijo pase necesidades como yo las pasé, nunca dejaré que eso suceda, porque para eso estoy aquí, para que él nunca se esfuerce por nada.

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Y para finalizar agregó:
–    Yo, como su Padre, seré fuerte como un oso, y con la potencia de mis brazos lo rodearé, lo abrazaré y nunca dejaré que nada ni nadie lo perturbe.

El águila no salía de su asombro, atónita lo escuchaba y no daba crédito a lo que había oído.

Entonces, respirando muy hondo y sacudiendo su enorme plumaje, lo miró fijamente y le dijo:
–    Escúchame buen hombre. Cuando recibí el mandato de la naturaleza para empollar a mis hijos, también recibí el mandato de construir mi nido. Un nido confortable, seguro, a buen resguardo de los depredadores, pero también le he puesto ramas con muchas espinas ¿y sabes por qué?, porque aun cuando estas espinas están cubiertas por plumas, algún día, cuando mis polluelos hayan emplumado y sean fuertes para volar, haré desaparecer todo este confort, y ellos ya no podrán habitar sobre las espinas, eso les obligará a construir su propio nido. Todo el valle será para ellos, siempre y cuando realicen su propio esfuerzo y aspiración para conquistarlo, con todo y sus montañas, sus ríos llenos de peces y praderas llenas de conejos.

–    Si yo los abrazara como un oso, reprimiría sus aspiraciones y deseos de ser ellos mismos, destruiría irremediablemente su individualidad y haría de ellos individuos indolentes, sin ánimo de luchar, ni alegría de vivir.  Tarde que temprano lloraría mi error, pues ver a mis aguiluchos convertidos en ridículos representantes de su especie me llenaría de remordimiento y gran vergüenza, pues tendría que cosechar la impertinencia de mis actos, viendo a mi decencia imposibilitada para tener sus propios triunfos, fracasos y errores, porque yo quise resolver todos sus problemas.

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–    Yo, amigo mío, dijo el águila, podría jurarte que después de Dios, he de amar a mis hijos por sobre todas las cosas, pero también he de prometer que nunca seré su cómplice en la superficialidad de su inmadurez, he de entender su juventud, pero no participaré de sus excesos, me he de esmerar en conocer sus cualidades, pero también sus defectos y nunca permitiré que abusen de mí en aras de este amor que les profeso.

El águila calló y padre no supo qué decir, pues seguía confundido, y mientras entraba en una profunda reflexión, ésta, con gran majestuosidad levantó el vuelo y se perdió en el horizonte. El padre empezó a caminar mientras miraba fijamente el follaje seco disperso en el suelo, sólo pensaba en lo equivocado que estaba y el terrible error que iba a cometer al darle a su hijo el abrazo del oso. Reconfortado, siguió caminando.  Sólo pensaba en llegar a casa, con amor abrazar a su bebé, pensando que abrazarlo sólo sería por segundos, ya que el pequeño empezaba a tener la necesidad de su propia libertad para mover piernas y brazos, sin que ningún oso protector se lo impidiera.

A partir de ese día El joven padre empezó a prepararse para ser el mejor de los Padres.