
Editorial por Luis Molina
En una sociedad que se precia de defender la justicia y los derechos humanos, no hay crimen más atroz ni más doloroso que el abuso de menores. Este delito no solo vulnera el cuerpo de un niño o una niña; hiere su alma, marca su confianza en los adultos y deja cicatrices invisibles que pueden acompañarlo toda la vida.
Lo más indignante es que, en demasiados casos, el abuso ocurre en silencio. El miedo, la vergüenza, el “qué dirán” o la presión social hacen que familias enteras callen, que testigos miren hacia otro lado y que instituciones no actúen con la urgencia que la situación exige. Ese silencio cómplice —consciente o no— es el mejor aliado del abusador.
Cada vez que un caso de abuso infantil sale a la luz, a menudo años después de ocurrido, escuchamos las mismas palabras: “Nadie dijo nada”, “Nadie quiso meterse”. Pero mientras tanto, un menor vivía un infierno. Y cuando finalmente se atreve a hablar, en muchos casos el agresor ya no está en el país o ha logrado escapar de la justicia.
Como sociedad, no podemos seguir siendo espectadores de este drama. Denunciar el abuso de menores no es una opción moral: es una obligación legal y ética. Las autoridades deben garantizar canales de denuncia seguros y una atención psicológica adecuada a las víctimas. Los medios de comunicación, por su parte, tenemos la responsabilidad de informar con sensibilidad y de visibilizar el problema sin revictimizar.
El silencio protege al agresor. La denuncia protege al niño. Romper ese silencio es un acto de amor y de valentía. Y mientras sigamos guardando silencio por miedo al “qué dirán”, seguiremos siendo cómplices de la impunidad.
Ha llegado el momento de hablar, actuar y proteger lo más sagrado que tiene toda sociedad: su infancia.





































